Corría, lo hacía con todas
las fuerzas de mí ser, corría con tantas ganas, con la pasión con la que dices
amar a alguien, así como yo amaba mi vida…
Trataba de abrir los ojos,
pero sentía como si cargara todo mi cuerpo con los párpados; me sentí
consciente por un instante y en ese preciso momento un dolor invadió mi cuerpo,
irradiaba desde mi cuello hasta la mínima parte de mi cuerpo, me sentí
adolorida y aturdida al no saber qué había pasado conmigo y en qué sitio se
suponía que estaba.
Logré ver los dedos de mis
pies, casi que no los distinguía de la pared de lo sucios y negros que estaban,
pero en medio de la oscuridad una luz iluminó mi tobillo y pude ver la fina
capa de sangre, tan roja y fresca como las rosas, que corría desde mi dedo gordo hasta llegar a
él. No era solo mi pie el que se
encontraba en ese estado, mi abdomen, piernas, brazos y hasta mi rostro estaban
iguales; ensangrentado, así estaba mi cuerpo. Se encendió una bombilla en la habitación,
que ya casi no alumbraba de lo vieja y sucia que estaba, por dentro podía ver
pequeños bichitos de los cablecitos que
lleva la bombilla y no pude evitar fijarme la mosca que volaba a su alrededor,
negra como el ébano y asquerosa como todo lo demás en ese lugar. Las paredes
estaban oscuras, desgastadas a causa de la humedad, las grietas botaban a cada
instante polvillo de ladrillo. Un ambiente toxico, deplorable y asqueroso, el
hedor estaba por quemar mis fosas nasales.
Mi mente no tenía fuerzas ni
para un atisbo de sorpresa ante todo lo que me estaba sucediendo, no era tonta,
sabía que cualquier movimiento en falso haría saber a quién me había encerrado
que ya había despertado, por eso enfoqué mi atención en la rústica puerta de la
habitación donde entraban rayos de luz del exterior, y así podía darme cuenta
si alguien fuese a entrar a la habitación,
su sombra me lo diría. En ese preciso instante escuché unos pasos y pude
ver cómo esa luz que entraba a la habitación se iba haciendo cada vez más
tenue; tumbada en el piso me hice la inmóvil.
-Está muy mal, mira todo el tiempo que ha
pasado y nada que despierta esa muchachita.- dijo una vocecita chillona, pero
que en su tono se apreciaba que era una mujer de avanzada edad.
-¡Qué vaina!, que se levante nojoda, porque
esa entrega la hago hoy, necesito ese billete.- Repuso ahora una voz áspera de
hombre.
Cuando sentí que se alejaban
de mi cuerpo miré de reojo hacia el marco de la puerta, que esta vez se
encontraba completamente abierta, y logré ver cómo la señora asentía a lo que
el hombre le estaba ordenando, éste salió del lugar y la señora con delicadas y
pequeñas palmadas estaba decidida a despertarme.
-¡Niña, levántese por favor! Se lo pido,
necesito el tiempo.- decía la mujer.
Abrí los ojos de inmediato y
le halé por el cuello de aquel vestido color berenjena, sucio y deshilado por
los años, y le pedí, le rogué que me ayudara. Pero ella estaba absorta, algo la
había dejado atónita, y yo al mirarla con más claridad, pude reflejarme en sus
ojos azules, idénticos a los míos, una lágrima brotó de ellos y cayó en mi
rostro tan pálido, tan blanco, así como el de ella.
-Blanca…Blanca… mi Blanquita, ¿eres tú? Mi
niña…- su voz se empezó a tornar triste y sorprendida.
Quedé impávida al saber que
esta mujer sabía mi nombre, pero esa mirada, esa mirada tan profunda, tan mía,
tan familiar, había encendido mi fuero interno. Pronto miles de imágenes y
conversaciones del pasado recorrieron mi memoria, ¿era eso posible?... ¿era
ella?
Temblorosa mi voz pronunció
aquel nombre de quien tanto yo extrañaba…
-Aurora, abuela Aurora…
-¡Mi Blanca!, mi reina… tanto tiempo, tantos
años y tenía que ser así.- Su voz repuso con tanta tristeza que miles de
lágrimas corrían por mi rostro, sentía que me podía desgastar.
Me agarró de la mano, me
puso en pie y tomó mi rostro entre sus manos, me dijo cada una de las palabras
que tanto anhelé y que jamás pensé volver a escuchar; su amor me invadía en
cada frase, tanto que fue su amor el que me dio las fuerzas necesarias para
recomponerme y salir de ese terrible lugar. Pensé que lo haría junto con ella,
pero no, me dijo que no…
Sentía un dolor abrazador,
un dolor que no era como aquél que sentí al despertarme, éste era un dolor que
me partía el alma, pero tenía que hilvanar cada pedazo de ella para conseguir
escapar.
-Que ironía mi niña, mi blanca linda, fui yo
quien decidió darte ese nombre y soy yo quien te puso en esta situación: trata
de blancas.- Fueron las últimas palabras que escuché de mi abuela Aurora.
Corría, lo hacía con todas
las fuerzas de mí ser, corría con tantas ganas, con la pasión con la que dices
amar a alguien, así como yo amaba mi vida, sabía que si miraba hacia atrás
pondría en riesgo no solo mi existencia, la de ella también. Logré escapar y
aquellas horas vividas jamás las volvía nombrar, quedaron siempre grabadas en
mí, como aquella experiencia en la que además de sufrimiento y desesperación,
recuperé aunque fuera por un instante aquel amor que tanto extrañé.